Parrilla y sol

Parrilla y sol - Marcela Rosenfeld 

Texto generado en el club de lectura de KariWain.

 

   Me gusta compartir tiempo con vos, es lo más parecido a estar a solas conmigo. Los momentos no me parecen rutinarios como estar con una pareja de largo tiempo. El sábado, los pequeños detalles de estar en casa cobran una luz distinta. Parece que la luz del sol entra con más fuerza por mis ventanas. Por la mañana, fuimos a caminar a la reserva de Santa Catalina, el incipiente puesto de venta de Kéfir en la entrada no me molestó. Ahora que recuerdo, tampoco el pequeño puesto de parrilla en la esquina con transeúntes que se ponen a comer ahí a cada instante. Antes del mediodía está ahí. Voy a tomar el colectivo, la parada se llena de humo. ¿Para qué me baño a la mañana? Apesto luego. La otra vez estaban sus dos pequeños hijos. Se pusieron a jugar en la vereda. Estaban descalzos. Su padre tenía zapatillas. Me cuesta ver y no hablar. No se como expresar lo que me molesta a alguien que no seas vos. Ya no los vi jugando. Ahora está él sólo.  

    Te mostré el jardín de mariposas que inauguraron en la semana. La enredadera que planté. En algún momento, será parte trascendente en esa obra. Quiero formar parte de algo que haga bien.  El sol invadía tanto, que no llegamos al bosque. Debo acostumbrarme al calor, me gusta verlo llegar, me incomoda para el día a día. ¿Te acordás de nuestro invierno? Otro sábado por la noche, preparando la pizza, con música de fondo. Siempre tiene que haber sonidos acompañándonos, nos cuesta el silencio a ambos. No tengo timbre. Golpearon las palmas antes de la madrugada. Eran dos policías. Enseguida pensé que algún bromista los había llamado. Pero se presentaron, son los que ocupan el galpón deshabitado que está casi en la esquina, al lado de la parrilla provisoria. Se disculparon, nos pidieron si de casualidad le podíamos prestar una pizzera. Fue tan extraño, a la vez viniendo de otra persona, sería raro ese pedido a esa hora. Y en cualquier momento. Se las presté. “Gracias señora”, ese apelativo al que no termino de acostumbrarme, me desencantó de la anécdota. Comimos rico, miramos una película. Me devolvieron la pizzera. Otra vez, el “señora” me saltó en la cara.

    ¿Te acordás, Hernán, de la discusión de la semana pasada? Me dijiste que ya no podías más con eso. Yo entendí que no me soportabas más. Me quise ir. Me acompañaste de igual modo a la estación. Aunque yo no quisiera hablar. Nos cruzamos con un borracho. Me dijo: “que miras puta”. Lo ignoramos, y nos siguió. Te quería pegar. Te agarré la mano con fuerza. Cruzamos al otro lado de las vías. El se fue a seguir a otras personas. ¿Nuestra reacción generó otra en cadena, y nos unió para evitar algo peor? Vaya a saber. Tuve otros momentos en que mi enojo desató otras situaciones peores en la calle. Hablamos, me olvidé de mí, salí de la obstinación por no conversar. Me cuesta hablar de las cosas.  

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