Errático
Un diminuto parásito viscoso se
escurrió entre los maderos de su barco. Comenzó a roerlo imperceptiblemente,
pero tal era, su paso firme, que iba devorando los cimientos.
Las aguas discurrían de manera calma, Antoine
estaba recostado en ese piso, en apariencia, resistente. Se dejó llevar. Sus
vacaciones ya habían comenzado cuando planificó comprar esa embarcación y
perderse sin rumbo. O hasta encontrar un puerto que le atrajera.
Mientras tanto, Jaz Piere
trabajaba la madera rasgando y astillando. No tenía otra opción, podía morir de
inanición. Desde aquel accidente en el que una suela gigante le había arrebatado
a su familia, nada anhelaba más que estar inserto en una actividad rutinaria.
Cada tanto, Antoine abría sus
ojos y se perdía en contemplaciones sobre las nubes, los bordes sinuosos del
río, las siluetas de los árboles, los pájaros. Luego dormitaba en un estado de
ensoñación que le remitía a sus años pasados y a la noche donde se enamoró por
única vez. María deambulaba por ese pasaje, donde él se encontraba fumando de
madrugada. Ambos habían pernoctado por la ciudad, disfrutando la noche ya casi
pronta a evaporarse. Tras una conversación circunstancial, la invitó a su casa,
donde desgajó su vulnerabilidad, así como su lencería. Se besaron por todo el
cuerpo, se olfatearon los cuellos y lamieron cada desfiladero. Se acabaron
mutuamente acompasados por los gritos. Tras dormir acucharados, un breve
desayuno los regresó a la realidad del día a día. Pactaron que preferían el recuerdo de una noche ardiente que
opacarlo con una relación. Y así fue, ese recuerdo lo mantuvo vivo hasta ese
momento.
Jaz Piere tomó una bocanada de
aire en cubierta. El día era precioso. Aprovechó para dar un paseo considerando
que ese podría ser el último día antes de reunirse con su familia. Comenzó a
recorrer una piel interminable, inabarcable como el horizonte. Al pasar por una
curvatura, rememoró el huequito donde Berta dio a luz a sus gemelos, aquellos
traviesos que llevaron a su mamá hacia aquel zueco mortal. Sobrepasado por sus
emociones, lloró, desprendiendo un pequeño ácido, que irritó el hombro de
Antoine, el cual se rascó frenéticamente, para seguir con sus cavilaciones. Jaz Piere decidió que ya había descansado lo suficiente, pero no pudo evitar seguir
destilando ácido mientras masticaba glotonamente.
Esa noche, una fina capa de
lluvia puso un manto sobre los recuerdos, más presentes que nunca. Antoine se
dirigió a su camarote, con la lucidez del viajero. Se recostó con el cenicero
sobre su torso desnudo y el sonido de la lluvia contra el mar bamboleante. Ese pequeño baile era hipnótico hasta para
Jaz Piere, que se arrastró hacia el camarote en busca de la piel tan cálida. Se
alojó en el estómago de Antoine, que dormía sin percibir su cigarrillo todavía
prendido, ni que la mano que lo sujetaba caía hacia el costado de la cama con
él.
El cigarrillo cayó al suelo,
infiltrándose sus intersticios. Dado que Jaz Piere había
consumido gran parte del soporte del barco, ya no quedaba mucho más sobre lo que
mantenerse. El barco se fue hundiendo, mientras Jaz y Antoine flotaban
plácidamente en declive sin llegar a ningún puerto.
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